La fuerza del acero

por Raphael Ahad

Koak cayó. Se precipitó interminablemente por incontables leguas de nubes y lluvia, la tierra debajo siempre justo fuera de su vista. A su alrededor volaban los dragones, con escamas rojas como la sangre y ojos de oro fundido, fantasmas carmesí en una tormenta eterna. Koak sentía su odio bullir y zarandear su cuerpo de orco.

Levantó un puño hacia los dragones y gritó con la autoridad del clan Faucedraco: —¡Obedecedme! —ordenó, pero su voz estaba contaminada por el miedo y la duda.

—¡NO! —rugieron al unísono. Un millar de sus sombras se fundieron en una, mayor que el propio cielo. Centelleó un relámpago y Koak vislumbró Grim Batol en la lejanía, ruinas humeantes de lo que un día fuera su hogar.

—¡Koak! —gritó alguien.

El aliento de los dragones causó una conflagración y los cielos prendieron en llamas. Koak aulló de dolor mientras las nubes de tormenta se disolvían y el fuego devoraba su mundo. Su descenso se aceleró, de repente y sin previo aviso, y el suelo inmisericorde se precipitó a su encuentro…

—¡KOAK!

Se despertó bruscamente en el punto de impacto, con el eco de una explosión atronando en sus oídos. Debajo de él había una cubierta de madera lijada y pulida; sobre él se encontraba el globo bulboso de un zepelín goblin. La propia nave era un infierno en llamas, y su tripulación luchaba frenéticamente por mantenerla en el aire.

—¡Abandonad la nave! —gritó el capitán.

Koak se puso en pie tambaleándose, con sangre de una herida abierta goteando por su frente. —La Alianza... —balbuceó. Más allá del borde del casco, vio una nave de guerra en retirada desvanecerse entre las nubes sobre El Bosque de Jade.

Con un chirrido de metal retorcido, el zepelín dio un pesado bandazo. Koak manoteó para agarrarse a algo, lo que fuera, mientras las aguas del Mar Velo de Niebla aparecían por la amura de estribor. Luego, otra explosión le hizo perder pie y lo lanzó por la borda y por los aires, los gritos de socorro del capitán ahogados por la brisa oceánica.

***

Caía una lluvia ligera y los vientos de la costa susurraban en sus oídos cuando Koak llegó a la orilla. Su pierna latía con un dolor incesante; había recibido la mayor parte del impacto cuando las corrientes lo habían arrojado contra las rocas. Tumbado en la arena, roto y sangrando, se preguntó si aquello era lo que Grito Infernal tenía en mente cuando le ordenó pintar de rojo el continente.

Estaba en una isla pequeña, con una única aguja de piedra que se elevaba desde su centro hasta las nubes. A su alrededor, restos llameantes del zepelín se repartían desde la costa hacia la aguja, desechos que habían caído durante el descenso final de la nave. El resto flotaba sobre las aguas del océano junto a los cadáveres carbonizados de sus antiguos compañeros de tripulación.

«Por la Horda» —pensó con amargura. Hubo un tiempo en que esas palabras significaron algo para Koak. El dolor de su pierna se avivó cuando intentó incorporarse.

Apoyándose en una muleta improvisada, Koak cojeó hacia el interior entre los restos desperdigados de la nave para buscar supervivientes. El humo acre de los tanques de combustible rotos de la nave le aguijoneaba los ojos y le abrasaba los pulmones. Casi se asfixió con el humo al rodear una sección del casco destrozado del zepelín.

Ante él se erguía un monstruoso dragón nimbo, sus escamas escarlata brillando con la humedad de la sangre.

Koak dio un grito ahogado y se tambaleó hacia atrás, su pierna magullada cediendo bajo su peso. El dragón yacía sobre un nido de piedra aplanada en la base de la aguja, su cuerpo un retal de quemaduras y moratones. Elevó su cabeza enorme y miró directamente a los ojos de Koak.

—Tranquilo… —susurró Koak en su tono más apaciguador. El dragón medía diez metros de puro músculo, con garras tan grandes que podrían rodear fácilmente el torso de Koak y aplastarle las costillas mientras las enormes mandíbulas de la criatura lo partían por la mitad. Pero no hizo intento alguno de atacarlo, y Koak comprendió que se estaba muriendo. Tomó el metal retorcido y la madera achicharrada que rodeaban el nido.

«Lo hemos hecho nosotros» —pensó. De repente sintió náuseas.

Lentamente, como si pretendiera mostrarle algo, el dragón se desenroscó. En el centro de su nido había un único huevo del tamaño del pecho de Koak, prístino e indemne, su cáscara brillante como un granate pulido. La dragona lo acariciaba suavemente, con una ternura que contrastaba con su aspecto feroz. Podría haber escapado a su destino, pero se había quedado para proteger su huevo. Por algún motivo, aquello llenó de ira a Koak.

—Te has sacrificado en vano —rugió en voz baja—. Tu cría morirá de todos modos, abandonada y sola. —Torció el gesto cuando otro rayo de dolor le recorrió la pierna sin piedad. La sangre manaba de ella como un río, manchando la tierra bajo sus pies. «Y, seguramente, yo moriré con ella».

La dragona alzó la cola y envolvió con ella la muñeca de Koak, tirando de él con insistencia hacia el nido. Se arrastró hasta estar a su lado y lo empujó por la espalda, y Koak se encontró frente al huevo.

«¿Quiere que cuide de él? ¿Yo?»

***

—No —protestó Koak, pero era incapaz de apartar la mirada.

Extendió la mano hacia el huevo. El espacio entre ellos parecía denso y pesado, como la calma antes de una tormenta. Cuando lo tocó, una descarga punzante le serpenteó por el brazo. Koak notó cómo el huevo temblaba bajo su palma, sutilmente al principio, pero pronto empezó a agitarse con tanta fuerza que Koak retrocedió con recelo.

De repente, la punta del huevo estalló, rociando a Koak de fragmentos de cáscara rota. Un brillante halo de humo rojo surgió de la fisura y cubrió el suelo como un banco de niebla. Del interior se elevó un reluciente dragón nimbo recién nacido, con escamas de rubí y ojos de zafiro, ojos tan profundos y fluidos que mirar en su interior era como intentar vislumbrar el fondo del mar.

La cría miró a los ojos a Koak y sostuvo su mirada. Koak alargó la mano; la cría serpenteó hacia él y cerró sus minúsculas mandíbulas alrededor de la carne de su palma. Él no se inmutó, soportando el dolor hasta que el joven dragón se calmó y enroscó su cuerpo alrededor de su brazo.

Koak vio a su madre observándolos, la tristeza escrita claramente en su rostro. Clavó una última mirada sobre Koak, que se estremeció ante sus ojos imperturbables. La dragona cerró los ojos y su cuerpo subió y bajó con un último y trabajoso aliento; luego se quedó quieta. La cría la miró, y por sus gritos de angustia Koak supo que había comprendido lo sucedido. Observó con un silencio estoico mientras el dragón se acercaba a su madre ya ausente, acariciándola melancólicamente con el hocico y enroscándose bajo su sombra.

En los días siguientes, Koak luchó por mantenerse con vida, él y la cría de dragón, mientras esperaba una partida de rescate que sospechaba que el general Nazgrim nunca enviaría. ¿Y por qué iba a hacerlo? La vida de un solo orco no tenía importancia para Grito Infernal, al igual que la vida de un solo dragón no habría tenido importancia para los Faucedraco. Koak estaba solo.

La lluvia les proporcionaba agua dulce en cantidades limitadas, y por muchos pezqueñines azucarados que pescara, el apetito voraz del dragón nunca se saciaba. Su pierna lo atormentaba sin cesar, al igual que la cuestión de qué hacer con la cría.

El quinto día cesaron las lluvias. Mientras las esperanzas de salvación de Koak se reducían a polvo y el dragón temblaba de frío, vieron dos figuras en los cielos abiertos. Una pareja de dragones nimbo adultos revoloteaba sin esfuerzo entre las otras agujas del mar, cada uno con un jinete pandaren sobre su lomo. Ágilmente, trazaron un círculo alrededor de las montañas y volvieron a los acantilados de El Bosque de Jade a una velocidad asombrosa. Una historia que había oído semanas atrás a uno de los nativos resonó en la mente de Koak.

«La Orden del Dragón Nimbo».

***

Los acantilados barridos por el viento de El Bosque de Jade se alzaban, altos y escarpados, sobre el Mar Velo de Niebla. Koak y la cría habían cruzado el agua sobre una balsa confeccionada con restos del casco destrozado del zepelín y se abrían paso con dificultad por una senda estrecha y empinada hacia el bosque en sí. A Koak le dolía la pierna sin cesar, acosado por dolores sordos y agudas punzadas. Tampoco ayudaba que el dragón luchase con él a cada insoportable paso, tirando del trozo ajado de soga con el que Koak lo había amarrado.

—Tranquilízate —resopló Koak con el cansancio calando en su voz—. Llegaremos muy pronto, y entonces serás problema de la orden.

Las fuerzas de avance de la Horda acababan de llegar a las costas de Pandaria, pero Koak ya había oído hablar mucho de la Orden del Dragón Nimbo. Poderosos guerreros que cabalgaban a lomos de las feroces bestias, se decía que los jinetes de dragones volaban hacia la batalla tan veloces como el propio viento y golpeaban con la fuerza de la tormenta y el cielo. Koak había albergado un secreto deseo de conocerlos, ser testigo de su poder y compararlo con el de los Faucedraco.

Naturalmente, Koak no sabía mucho de los Faucedraco. Solo era un niño cuando el Vuelo Rojo había destruido Grim Batol, y se contó entre los pocos demasiado débiles para evitar ser capturados por la Alianza cuando el resto del clan escapó hacia las Tierras Altas Crepusculares. Lo que sabía sobre su clan lo había aprendido por las historias que contaban los veteranos de la Segunda Guerra, y por los sueños que atormentaban sus noches de inquietud. Nunca había doblegado un dragón a su voluntad; la testaruda cría que arrastraba colina arriba ya le estaba dando bastantes problemas.

«La Orden del Dragón Nimbo debe de ser verdaderamente temible —pensó Koak— para domeñar unas bestias tan tozudas».

Cuando llegaron a la cima, Koak creyó por un instante que habían escalado el acantilado equivocado. Esperaba una fortaleza de acero y hierro, una ciudadela imponente rodeada por patrullas de dragones adornados con armaduras y dispuestos para la guerra. En su lugar, vio una humilde casa campestre y un espacioso mirador, ambos construidos sencillamente con  madera y piedra, rodeados de charcas de fango y balas de heno.

—No puede ser aquí —murmuró para sí. Pero al doblar con la cría la esquina de la casita para llegar al área colindante, Koak se encontró con un paisaje de dragones nimbo de todos los tamaños y colores. Algunos estaban arrellanados en corrales abiertos mientras los atendían con cepillos y sacos de pienso. Otros, flotaban tranquilamente junto a sus compañeros mientras daban un paseo vespertino por los terrenos. Unas cuantas crías yacían enroscadas plácidamente en los regazos de pandaren que meditaban pacíficamente junto a un arroyo sereno.