Cuento de Warcraft: "La lila en la piedra"
La reina regente Moira Thaurissan está exhausta. Su hijo, Dagran II, ya es mayor de edad y se prepara para heredar el liderazgo de los clanes Hierro Negro y Barbabronce. Pero Dagran es un ratón de biblioteca, un muchacho extraño que preferiría la compañía de sus libros antes que el liderazgo. ¿Podrá Moira inspirar a su hijo para que reclame su derecho de nacimiento? ¿O sus temores por el futuro, y el futuro de los clanes, se harán realidad?
Entre todas las piedras ásperas e indiferentes de nuestro pueblo, Dagran siempre fue mi flor.
Aunque jamás le fue de gran ayuda. Ni a mí.
Pocos imaginan lo difícil que es ser enano y tener un alma sensible. Quizás hasta sea peor que llegar a este mundo con la carga de un alma de mujer en lugar de varón. Ese giro del destino determinó gran parte de mi vida incluso antes de que mi mano buscara tomarse de la trenza de mi madre. Este cuerpo me despojó con su primer aliento: era el cuerpo de una niña y, por lo tanto, no era lo que quería mi padre.
Soy Moira Thaurissan, hija de Magni Barbabronce y su esposa Eimar, princesa de Forjaz, viuda del emperador Hierro Negro, madre de su heredero Dagran II, y ardo de furia desde que tuve edad suficiente para caminar por la senda que me marcaron. A veces, creo que la furia me sobrevivirá. Que, luego de que cubran mi cuerpo con tierra, y mucho después de caer en el olvido, una joya negra, endurecida y brutal, que será todo lo que quede de mis restos pútridos, se abrirá paso y saldrá por entre el musgo, silbando y escupiendo y aún candente. Quizá la usen para darle calor a alguna aldea. Una eternidad de hogares calefaccionados y guisos cocinados con esta furia amarga que cargué, pero nunca pude calmar. Me gusta esa idea.
Por un largo tiempo, llevé la furia sobre mi pecho, brillante como una de las gemas de aquel escudo por el que pelean todo el tiempo. Como si esa furia me pudiera proteger, como si pudiera proteger a alguien. Pero, con el tiempo, entendí que demostrar la furia es desperdiciarla. Solo logra que los demás estén en guardia, los vuelve temerosos o desafiantes, los pone a la defensiva; desata rumores de locura y susurros de rebelión, y termina desgastando su propio filo, pues incluso el miedo se desvanece si se acumula en demasía. Así que aprendí a forjar esa gema-escudo en mi interior, la escondí en las profundidades de la caverna de mi corazón, y la comprimí hasta que se convirtió en una geoda endurecida de dolor, todo para que el pueblo de mi esposo me quisiera más. Todos mis errores provienen de ese lugar horrible, aplastado y caldeado dentro de mí. A veces... me pregunto quién podría haber sido sin eso.
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